(σας παρακαλούμε – sas parakaloúme = complacer)
Cada año, la humanidad heredera de la tradición religiosa recogida por la Biblia, se auto convoca para celebrar el nacimiento del Salvador que según versiones de algunos estudiosos “nació nueve meses después de su anunciación por el arcángel Gabriel el 25 de marzo. Esta fecha coincide a su vez con el día de su muerte, vinculando así las fechas de la concepción, nacimiento y muerte.”
A unas horas de la “Noche Buena”, Lucas me insta a preguntar cómo, en el canto de los poetas alados, ángeles quizás, en sus coros de alabanza y bienvenida al mundo terrenal, del Gran Espíritu que contiene toda la existencia, podrían proclamar la complacencia entre sus creaturas.
Quienes somos carne, encontramos entre nuestros atributos el de sentir placer, solo perceptible por los sensores activados, según la neurociencia, en presencia de algunas hormonas; y en el presente caso, según Lucas, el Divino habría estado bajo el influjo de la llamada hormona del amor o dopamina permanentemente, en tanto los creyentes, sabemos de su omnipresencia.
El advenimiento del Ser Supremo, trae a un mundo convulsionado, desde hace más de dos mil años, la esperanza en el amor entre los hombres, expresado en el lenguaje de ese entonces, simple e inclusivo y todavía no infectado por las ideologías de desnaturalización, llamadas también de género, porque la palabra hombre, involucra a machos y hembras de tal especie biológica.
En todo caso, el amor entre los seres humanos ha ido dando tumbos de pareja en pareja, saltando a los hijos, para rebotar hacia los padres y abuelos, y de vez en cuando asomarse entre hermanos, no como una regla de acercamiento y empatía constante, sino más bien con los altibajos que corresponden a la dependencia de una causa que sirva de estímulo.
Agreguemos a esto, que el amor, viene siendo consentido como cualquier bien salido de una factoría, es decir, trae fecha de caducidad mediante la que alcanza el factor de obsolescencia, con el que se activan renovaciones y cambios a gusto y exigencia de cada corazón.
Lo que empaña la luminosidad que irradia el amor siempre que se recurre a él para imaginarlo, desearlo, añorarlo, y buscarlo, es la postergación de su importancia en la interrelación de los seres humanos, generalmente mejor dispuestos a la disputa, que, al consenso, la competencia prima ante la cooperación, y el egoísmo reina sobre cualquier consideración.
Camino al año 2023, como es costumbre en mi tierra brillan las luces y los villancicos llenan los espacios, aunque haya dificultad para dibujar una sonrisa que haga consonancia con el júbilo, porque han vuelto a producirse desmanes violentando la paz y la armonía, a la que aluden los cánticos que nos refiere Lucas.
Este año, Siria (tierra de Lucas) comenzó con 90 % de pobreza según la ONU, después de diez años de guerra que no cesa; mientras Rusia y Turquía mantienen enfrentados a dos bandos en Libia; de los más de 29 millones de habitantes, en Yemen 16 millones sufren hambre extrema y la guerra civil es un estado que dista de ser de excepción durante más de siete años.
Palestina e Israel; Sahara, Marruecos y Argelia; Etiopía; Mozambique; Colombia, Nicaragua, Cuba; Ucrania y Rusia…arrastran diariamente sus tragedias devenidas de la guerra, al mismo tiempo que los golpes de estado en Chad, Guinea, Mali, Níger, Sudán, Myanmar, y últimamente Perú, encienden las alarmas de enfrentamientos que alteran la Paz sobre la Tierra.
Solo queda el “Gloria a Dios en las alturas” como un eco lejano y el deseo de una feliz navidad, como una fórmula que enmascara una realidad convenientemente ignorada.