Opinión

¡Jorge Chávez: el galpón que no soñamos!, por Francisco Calisto Giampietri

Tras decenas de años de espera, promesas y millones de dólares invertidos, el nuevo aeropuerto Jorge Chávez ha abierto sus puertas. Lo que debió ser un ícono de modernidad, eficiencia y cultura, se ha convertido en un ejemplo desafortunado de improvisación y desconexión con nuestra identidad. Lejos de ser la gran vitrina que el Perú necesitaba, hoy parece un almacén genérico, una infraestructura sin alma, sin raíces y con problemas funcionales que ya afectan seriamente su operación.

Desde el punto de vista arquitectónico, para mí, el nuevo terminal es una oportunidad perdida que no trasmite, “ni conecta” (que por definición es lo que debería hacer un aeropuerto). En lugar de asumir una narrativa visual en consonancia con la milenaria tradición constructiva del Perú -como lo han hecho aeropuertos en otros países del mundo-, y siendo herederos de maravillas arquitectónicas, se ha optado por un modelo estéril, genérico, que no comunica nada. El diseño estructural, basado en una gran cubierta industrial con cientos de tijerales expuestos, recuerda más a un centro logístico que a la puerta de entrada a un país con historia milenaria y diversidad cultural inigualables.

No se trata de pedir ornamentos superficiales ni referencias forzadas a Machu Picchu. Se trata de entender que la arquitectura de un aeropuerto debe ser, además de funcional, simbólica. Debe ser capaz de evocar pertenencia, orgullo, conexión. En este caso, se ha priorizado una supuesta eficiencia mal entendida y que no sucede por ningún lado, sacrificando la calidad espacial, el confort ambiental y la identidad estética. El resultado es un edificio frío, desarticulado del entorno, que no dialoga ni con la ciudad, ni con su gente, ni con su historia.

A esto se suman problemas operativos graves que revelan una planificación deficiente. Las fugas de agua a pocas semanas de su inauguración, las deficiencias en el abastecimiento de combustible a las naves y la cancelación de vuelos por doquier, no son solo problemas técnicos: son una metáfora lamentable de cómo se gestionan las grandes obras en el Perú. Se inaugura con apuro, sin pruebas completas, sin previsión climática, sin escuchar a los usuarios finales. El caos en la programación de vuelos, la desconexión con el antiguo terminal y las dificultades logísticas para el traslado de pasajeros y tripulaciones solo confirman lo que temíamos: más que un nuevo aeropuerto, hemos recibido un contenedor de tránsito mal resuelto, bajo el concepto de cultura “combi”.

La informalidad no está solo en las calles, en las demoras excesivas para llegar a la locación atravesando un tráfico infernal y con recargas de 40% en los costos para llegar al terminal, sino se ha filtrado también en nuestras infraestructuras mayores. Es preocupante que un país con la riqueza cultural del Perú no haya sido capaz de reflejarla en su principal punto de acceso internacional. Y más preocupante aún es que esta falta de visión se haya normalizado, como si no mereciéramos algo mejor.

El nuevo Jorge Chávez debió ser una obra que inspire. Hoy, más bien, deprime, si el arquitecto Belaunde, quien otrora pusiera en servicio el anterior terminal, viera esto, les diría a quienes lo han hecho que “vayan al mapa” para entender qué es el Perú y no entregar un frío galpón, como la caja de fierros que tenemos. Espero estemos aún a tiempo para corregir, repensar, humanizar. Que esta inauguración no sea el fin del proyecto, sino el inicio de una transformación que realmente nos represente. Un aeropuerto no es solo un edificio: es una declaración de quiénes somos y hacia dónde vamos. Y este, por ahora, nos deja en tierra… ¡Despierta Perú, despierta!