Cada cierto tiempo, las calles del Perú se llenan de banderas, pancartas y cánticos. Desde protestas contra presidentes hasta marchas por derechos laborales, estudiantiles o ambientales, la ciudadanía peruana ha hecho de la protesta un recurso recurrente. Pero una pregunta incómoda persiste en silencio: ¿de verdad sirve de algo marchar?
Protestar: un derecho, pero ¿también una rutina?
El derecho a la protesta está consagrado en la Constitución. Salir a las calles es un acto legítimo, necesario en democracia, pero en un país donde las marchas se han vuelto parte del paisaje político, muchos se preguntan si estas acciones realmente logran algo o si se han convertido en simples descargas de frustración colectiva.
Desde el estallido social de 2020 tras la caída de Manuel Merino, hasta las recientes movilizaciones contra el alza del costo de vida, la población ha salido una y otra vez a protestar. Algunas veces con efectos visibles, otras, sin mover una sola pieza del tablero político.
Cuando sí funcionaron
Hay momentos en los que la protesta logró cambios concretos como la ya mencionada caída de Merino que fue producto directo de la presión callejera. También se recuerda la huelga magisterial de 2017 que obligó al gobierno a negociar mejoras salariales.
En ciertos casos, la presencia masiva en las calles ha frenado leyes impopulares o generado retrocesos en decisiones gubernamentales.
Pero también están los silencios
Sin embargo, por cada protesta exitosa, hay varias que se desinflaron sin consecuencia alguna, un ejemplo es la “Marcha de los Cuatro Suyos” en el 2000 que es recordada como un símbolo aunque la caída de Fujimori ocurrió meses después por otros factores.
Las protestas contra el Congreso actual, pese a su masividad, no lograron disolverlo. Las marchas feministas, aunque impactantes, aún luchan por transformar políticas públicas efectivas en un país con altos índices de violencia de género.
¿Fuerza simbólica o presión real?
“La protesta no siempre busca resultados inmediatos, a veces es una forma de mantener viva una causa, de marcar territorio en la opinión pública”. El poder de una marcha no se mide solo en leyes cambiadas, sino en la capacidad de instalar temas en la agenda.
Algunos activistas critican la falta de estrategia y continuidad: “Marchar sin organización posterior es como gritar al vacío. Nos emocionamos un día, y al siguiente todo vuelve a lo mismo”.
¿Y si el problema es que ya nadie escucha?
En tiempos de polarización, muchas protestas caen en oídos sordos. Para los que no marchan, los manifestantes son vistos como revoltosos o manipulados, para algunos medios son simplemente cifras y fotos y para ciertos políticos, son molestias que se apagan solas.
Entonces, ¿vale la pena marchar si nadie responde?
Lo que nadie quiere admitir
Muchos lo piensan, pocos lo dicen: las marchas en el Perú, a veces, no cambian nada, pero renunciar a ellas sería también renunciar a una de las pocas formas de participación directa que aún tiene peso en nuestra frágil democracia. Porque si no marchamos, ¿qué nos queda?
La pregunta final
Más allá de las ideologías, más allá de las causas, la pregunta que todos deberíamos hacernos es:
¿Estás dispuesto a marchar por algo, sabiendo que podría no cambiar nada?
¿O preferimos quedarnos en casa viendo cómo todo sigue igual?