No vamos a comentar los alcances del reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional. Tampoco ingresar al debate entre los llamados “animalistas” y los que defienden tradiciones ancestrales, expandidas por el Perú profundo.
Queremos, más bien, reflexionar acerca del por qué este un asunto llega a la Judicatura. Interrogarnos sobre sí los Tribunales están legitimados o no, para dirimir cuestiones –que estando plenamente instaladas en la legalidad– son objeto de preferencias dispares o antagónicas, dentro de una comunidad libremente organizada.
Partimos del convencimiento, que más allá de la querella sobre gallos y toros, lo acontecido es peligroso para la existencia de una sociedad libre y del propio régimen democrático. Y eso sí nos preocupa y debiera preocuparnos a todos.
Para ilustrar analicemos otra controversia social, muy sensible también. Para muchas personas la televisión comercial ofrece una programación “basura”, cuyo contenido deplorable “vuelve estúpida a la gente”, denigra a la mujer, exalta valores sexistas, racistas y ofende a los jóvenes ajenos a los estereotipos promovidos, etc, etc.
Este parecer, como las opiniones contrarias a las peleas de gallos y corridas de toros, son perfectamente naturales en un orden democrático. Responden a los intereses singulares y distintos, que tenemos los seres humanos sobre demasiadas cosas: arte, deportes, profesiones, gustos, sensibilidades, vocaciones, etc. Y en una sociedad libre es legítimo, no solo acceder y disfrutar de sus preferencias, sino agregarse para defenderlas y expandirlas.
El cauce civilizado para procesar estas diferencias será la deliberación pública, la confrontación de ideas y la propaganda para ganar adhesiones. Jamás la imposición vertical y violenta. De esta manera, tanto anti-taurinos como “culturalistas” de la TV, podrían desanimar al público de asistir a las corridas y no visionar los programas “basura”. Con las reglas del mercado la controversia se resolvería pacíficamente.
La otra forma, cuando la sociedad se polariza y no exista otro camino, será factible recurrir a la democrática regla de la mayoría. Mas la democracia no es simplemente el imperio del número. Implica respeto por los derechos individuales, por lo que la ley deberá ser excepcional, prudente y cuidadosa con los intereses minoritarios. Lo que sí resulta inadmisible, pues resiente la libertad personal y los fundamentos de la democracia, es que un grupo de magistrados, de cualquier instancia o nivel, por iluminados que sean, decidan en lugar de nosotros por nuestras preferencias personales reconocidas por ley.