Por estos días, el megaproyecto del Puerto de Chancay —la obra de infraestructura más importante que se construye en el Pacífico Sur— ha sido puesto en el centro de la tormenta por una sorpresiva decisión del Indecopi. A través de su Comisión de Defensa de la Libre Competencia, esta entidad ha concluido que los servicios del futuro puerto se prestarían en condiciones que “no aseguran una competencia efectiva”, recomendando que OSITRANA regule sus tarifas. Lo que parece un tecnicismo administrativo, en realidad podría convertirse en una señal negativa de proporciones preocupantes: Perú está dejando entrever que su marco regulatorio puede volverse imprevisible incluso para las inversiones más emblemáticas.
El proyecto, liderado por la empresa china Cosco Shipping Ports, no es un simple terminal portuario: es una plataforma logística regional de impacto continental, que promete acortar significativamente los tiempos y costos de conexión comercial entre Asia y Sudamérica. Se trata de una inversión de más de 1,300 millones de dólares solo en su primera fase, y que ya ha generado una cadena de valor que incluye empleos, transporte, servicios, tecnología y sinergias industriales. Sin embargo, este progreso ahora se ve empañado por una interpretación regulatoria que muchos analistas califican como prematura y jurídicamente débil.
Resulta difícil de entender cómo Indecopi —sin que el puerto esté aún en operación comercial— pueda determinar que existe un “riesgo de abuso de posición dominante”. Más aún, si se tiene en cuenta que el propio mercado portuario peruano cuenta con operadores consolidados en el Callao y en otros terminales privados que ya prestan servicios en competencia. ¿Puede hablarse de falta de competencia antes de que el servicio siquiera exista? La lógica detrás de esta afirmación, más que jurídica, parece política.
Para Cosco, la intervención de Indecopi es una señal contradictoria. Por un lado, el Estado promueve activamente la inversión extranjera en foros como APEC o ProInversión; por otro, cuando dicha inversión comienza a materializarse y ganar protagonismo económico, las reglas del juego se tornan inestables. No solo se cuestiona un proyecto en ejecución, sino que se debilita el principio de confianza legítima: ese que permite a cualquier inversor planificar a largo plazo.
El riesgo no es solo para Chancay. El verdadero daño es simbólico: si un proyecto de esta magnitud, con respaldo internacional y estratégico para el comercio regional, puede ser objeto de supervisión anticipada, ¿qué le espera a una mediana empresa extranjera que quiera instalar una planta, una fábrica o un centro logístico en Perú? El mensaje que se transmite es de incertidumbre normativa, y eso tiene un precio: menor inversión, menor empleo, menor crecimiento.
Indecopi tiene sin duda la función de velar por la competencia, pero su rol debe ejercerse con prudencia, sustento técnico y visión de país. No puede convertirse en un ente que asume escenarios hipotéticos para intervenir mercados que aún no han nacido. No se trata de eximir a nadie del escrutinio regulador, sino de evitar que ese escrutinio se convierta en un obstáculo anticipado y arbitrario al desarrollo.
En un contexto global en el que países compiten ferozmente por atraer capitales y relocalizar cadenas logísticas, Perú no puede darse el lujo de sabotear sus propias oportunidades. Chancay es más que un puerto: es una puerta. Y esa puerta puede abrirse hacia el desarrollo o cerrarse por miedo, desconfianza o, peor aún, burocracia mal enfocada.