Opinión

La pugna por el poder: una guerra de mafias disfrazada de democracia

En el complejo escenario político de nuestro país, la actuación de quienes nos gobiernan y de la oposición a menudo revela un trasfondo turbio que más se asemeja a una guerra de mafias que a un proceso democrático. Más allá de las diferencias ideológicas, la lucha despiadada por el poder y los recursos tiñe de desconfianza la percepción de la política. Vemos así que las acciones de quienes nos gobiernan y de aquellos que buscan derrocarlos han convertido la arena política en un campo de batalla donde la ética y la transparencia son sacrificadas en aras de intereses personales y partidistas, destacando que la única ideología que parece perseguirse es la del dinero, sin importar si se identifican como izquierda o derecha.

La lucha por el poder entre quienes gobiernan y la oposición se ha convertido en una guerra sin cuartel. Las estrategias utilizadas, que van desde la difamación hasta la manipulación de la información, revelan una competencia feroz donde el objetivo no es el bienestar público, sino la consolidación del control. Este juego de poder, en lugar de enriquecer la democracia, mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones políticas.

La noble idea de servir al pueblo ha quedado eclipsada por las ambiciones personales de aquellos en el poder y de los aspirantes a reemplazarlos. La política se convierte en un vehículo para la realización de intereses individuales y partidistas, dejando de lado el verdadero propósito de representar y velar por los derechos de la población.

La financiación de campañas políticas, en muchos casos, se convierte en un mecanismo que perpetúa la guerra de mafias. Las contribuciones financieras de grupos de interés y empresas condicionan las acciones de los gobernantes y la oposición, creando una dinámica en la que la lealtad a quienes financian las campañas supera el compromiso con el bienestar general. La única ideología que persiste es la del dinero, donde las agendas políticas se ven moldeadas por intereses económicos más que por convicciones ideológicas.

Las promesas electorales, a menudo grandilocuentes y seductoras, se desvanecen rápidamente una vez que los políticos alcanzan el poder. La desconexión entre las palabras y las acciones genera una sensación de traición y decepción entre los ciudadanos, que ven cómo sus representantes sacrifican los intereses colectivos en aras de las alianzas políticas y los acuerdos oscuros.

Se hace evidente que, quienes nos gobiernan, han dado la espalda a la realidad que enfrenta la sociedad. La desconexión entre las decisiones gubernamentales y las necesidades reales de la población crea una brecha que alimenta la desconfianza. Además, muchos congresistas parecen estar más enfocados en promover leyes que sirven a sus intereses personales que en legislar en favor del bien común. Este aprovechamiento del poder legislativo para beneficio propio refuerza la percepción de que las instituciones están secuestradas por agendas particulares. Por otro lado, la izquierda, en lugar de trabajar en aportar soluciones constructivas –algo impensable en ellos-, busca el fracaso generalizado para capitalizar el descontento y obtener el poder. Este ciclo vicioso de desconfianza y desencanto exige una reflexión profunda sobre la necesidad de reconectar la política con la realidad y recuperar la integridad en la toma de decisiones para reconstruir la confianza perdida en las instituciones democráticas.

Esta desconfianza generada en la política plantea un riesgo significativo para la estabilidad democrática. El peligro inminente es que, alimentado por el profundo desencanto ciudadano, emerja un líder extremista capaz de capitalizar el sentimiento generalizado de hartazgo. Cuando la confianza en las instituciones se desvanece, se crea un terreno fértil para figuras que, aprovechando la frustración colectiva, pueden desviar el curso de la democracia hacia caminos peligrosos. Recuperar la confianza implica una urgente revisión de las prácticas políticas, un compromiso genuino con el servicio público y la restauración de la fe en un sistema que, en su esencia, debería representar y trabajar para el beneficio de la sociedad en su conjunto.