El Perú lamenta profundamente la partida de José Antonio “Joselo” García Belaunde, uno de los últimos grandes diplomáticos de su generación quien con su voz pausada, su inteligencia serena y una inquebrantable vocación por el diálogo, representó al país con una dignidad que hoy parece escasa. No necesitaba alzar la voz para hacerse escuchar, ni imponer para convencer. Lo suyo era la razón, el respeto y la paciencia: las armas más finas de un verdadero canciller.
Fue Ministro de Relaciones Exteriores entre 2006 y 2011, durante el segundo gobierno de Alan García, y el único en mantener el cargo durante todo un quinquenio democrático; desde allí impulsó la demanda marítima contra Chile ante la Corte Internacional de Justicia, que terminaría devolviéndole al Perú una importante porción de mar.
Promovió la firma de tratados de libre comercio con Estados Unidos, la Unión Europea, China, Japón y otros países; ayudó a consolidar el nacimiento de la Alianza del Pacífico; y lideró las gestiones para el regreso de las piezas de Machu Picchu desde Yale. Fue también embajador en España, representante ante organismos internacionales y, en sus últimos años, presidente de la Fundación EU-LAC, trabajando por el diálogo entre América Latina y Europa.
Nacido en una familia marcada por el servicio público, supo trazar su propio camino con humildad, sin buscar el aplauso fácil ni la exposición innecesaria; su legado no se mide solo en tratados firmados, fronteras defendidas o reconocimientos recibidos, sino en el prestigio que su sola presencia otorgaba al Perú allá donde estuviera.
Joselo fue también un maestro, un guía para varias generaciones de diplomáticos; su palabra tenía peso, no por estridencia, sino por coherencia. Escucharlo hablar de política exterior era asistir a una clase de historia viva, donde cada concepto estaba anclado en la experiencia y en el amor por la patria.
Hoy, el silencio que deja su ausencia será difícil de llenar pero queda su ejemplo: la prueba de que se puede servir al país sin gritos, sin escándalos y sin rencores, solo con sabiduría, templanza y decencia.
Que la tierra te sea leve, Canciller.